La mirada que se detiene en las pinturas de Oscar Corcuera (Contumazá, Cajamarca, 1926) tiene la ocasión de observar una de las constantes más esquivas a la interpretación del credo moderno en el Perú: se trata de la inscripción de ciertos regionalismos en el contexto de una consideración acerca del arte peruano. Así mismo, como es lógico deducir, se trata también de una aclaración acerca de una tensión interna a la estética de la pintura, un género que en el Perú y en la década de 1950 prestó su naturaleza visual y su importancia institucional para una dilucidación de este tipo.
De esta manera, cuando en la década de 1940 Corcuera llega a Lima, terminará su secundaria en el colegio Guadalupe para luego matricularse en la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA). Entonces se convertirá en uno de aquellos estudiantes que, provenientes de alguna provincia, será atrapado por la experiencia de «captar» los paisajes, los lugares y la vida cotidiana de la gente que considera cercana. Experiencia que, por otro lado, prolonga la percepción sorprendida del niño solo que ahora aquella está dotada de la fuerza inusitada de la juventud. La historiografía suele colocar a estos pintores en la saga del Indigenismo que, precisamente, vio el retiro de José Sabogal de la ENBA a comienzos de la década de 1940. Sin embargo, es interesante señalar que estos regionalismos tienen un pico alto en la década de 1950, sobre todo a partir de ciertas individualidades que sostienen fuertes vínculos con distintos lugares en el Perú. Vínculos imaginarios y de adhesión a una manera de procesar sus propias identidades y verse a sí mismos como «artistas». La hipótesis que manejamos es que estos regionalismos difieren en ideología y espíritu de aquellos que vieron su aparición en la década de 1920.
Un óleo como Paisaje de Chosica (1953) fue uno de los primeros éxitos de Corcuera en un concurso local ocurrido antes de terminar la escuela y pone en evidencia una importante plasticidad en el uso del color y en la disposición de las formas. El color, inesperadamente, luce desbordado allí en donde la figura humana podría señalar algún canon, mientras la frontalidad en la composición de los planos se vuelve un gesto que evoca una mano infantil y espontánea. Sin embargo, será una exposición de acuarelas en 1955, realizada en la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA) la que llenará los ojos de Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) ya que estas imágenes documentan culturalmente la aparición de una mirada que porta «una penetrante sensibilidad que llega al paisaje y lo devuelve con su esencialidad cromática». El inicio de la etapa formativa de Corcuera en la escuela ocurre al mismo tiempo que la aparición de la primera sala comercial en el Perú –la Galería de Lima- en 1947, mientras que sus últimos años como alumno coinciden con el encumbramiento de Juan Manuel Ugarte Eléspuru (1911- 2004) como director de la ENBA, en 1955.
Ambos son indicios interesantes que sirven para leer la época y la inscripción de Corcuera en ésta. El primero indica la aparición de una puerta de entrada inicial del espíritu tardomoderno, posterior a la Segunda Guerra Mundial, que porta el estandarte de una nueva generación de artistas y agentes culturales principalmente limeños. Ellos apostaron por la pintura abstracta y criticaron fuertemente el estatus quo, sobre todo el de la estética del Indigenismo, pero también la de cualquier regionalismo paisajista costumbrista. Este espíritu tardomoderno que deja de mirar en lo andino que señala a la provincia es muy distinto al asumido por Corcuera. Con el tiempo aquella misma galería comercial se transformaría en el recordado Instituto de Arte Contemporáneo (IAC), una plataforma institucional de arquitectos y empresarios con importantes con-tactos internacionales, cuya etapa más activa en la difusión del credo moderno ocurriría, precisamente, entre 1955 y 1972. Es interesante elaborar un juicio acerca de los vínculos entre Salazar Bondy (un hombre de izquierda, sin duda) y el IAC, pues si bien es cierto que llegó a ser su presidente ejecutivo en algún momento, también es cierto que su crítica al posicionamiento político y a la preferencia de la pintura abstracta por parte de ciertos sectores locales es bastante clara. Una crítica que lo lleva a cierta disidencia y a observar de cerca a otros pintores y artistas como es el caso de Corcuera. El segundo indicio, vinculado a las actividades de la Escuela Nacional de Bellas Artes en esos mismos años, señala hacia la consolidación institucional de una opción intermedia, entre la modernidad y la provincia, que si bien apuesta por un discurso de lo nacional en el arte, se empeña en construir una red de contactos internacionales en América Latina. Ugarte Eléspuru antes que mirar hacia la estética tardomoderna, proveniente de los Estados Unidos, preferirá mirar hacia la herencia europea del credo moderno; pero también y, simultáneamente a ello, antes que mirar hacia las nuevas tendencias constructivistas y geométricas que surgen en ese mismo momento en Uruguay, Argentina y Brasil preferirá, por sobre todas las cosas, mirar hacia el muralismo mexicano.
En este encuadre la pintura de Corcuera se convierte en un importante documento de época, en la medida que exhibe las huellas de estas contradicciones culturales. Bus-cando temas y experiencias a contracorriente del mar picado que legitima la opción del IAC y desatando la simpatía de personalidades como Salazar Bondy y Ugarte Eléspuru, su elección enfatiza los contextos y referentes locales. Más aún, nuestro artista se ve a sí mismo como alguien que, a contrapelo del escenario que le tocó vivir, perseveró con cabeza y energía propias, dándose a sí mismo un papel como educador por más de 40 años, de 1952 a 1992. Su magisterio comienza muy temprano y pronto se ve aso-ciado al trabajo con niños y adolescentes en la Gran Unidad Escolar Hipólito Unanue, en cuyas paredes hizo 10 murales, mientras que será el colegio Alejandro Deustua el que será testigo de sus últimos 10 años como profesor de arte. En ambos casos se perfila un interés por convertir al arte en un conjunto de prácticas cotidianas en el día a día de sus alumnos.
Poética del paisaje, antológica de Oscar Corcuera (1950-1990), destaca aquella producción del artista en la que se muestra, además de una concepción acerca del sentido de la naturaleza, una experiencia cotidiana que asume el arte como opción de vida. Una suerte de compromiso vital por convertir en pintura aquello que su percepción le revela y en ello su concepción del paisaje es fundamental. Pinturas como Capilla de La Merced de Carhuaz (1957), Callecita de Yungay (1957) y Bosque de Matamula (1958), son parte de un conjunto de óleos en los que se plasman sensaciones y sentimientos encontrados. De un momento apacible para la campesina lavandera que está junto a su burro (cuya escena hace contrapunto, en la misma composición, con la fachada de la capilla de La Merced en Carhuaz) pasamos a otro momento quizá más enérgico pero no por ello menos cotidiano. Se observa allí a una mujer caminando con su niño en una calle de Yungay, la recordada ciudad del Callejón de Huaylas trágicamente desaparecida en 1970 a causa de un huayco de piedras y barro, consecuencia de uno de los más destructivos terremotos que haya vivido el Perú. Del bosque de Matamula, en cambio, existen muchas versiones y cada una parece presentar un estado de ánimo distinto. En este caso, la representación muestra a un solitario personaje en un camino en medio de un bosque que se reconoce como parte del paisaje andino.
La tensión señalada al comienzo de este texto, interna al credo moderno, es acerca del papel de lo nacional en el arte, más aún si se tiene en cuenta ciertos regionalismos que aspiraban a lo «universal», esto es, sin dejar de incorporar los hallazgos del post-impresionismo y del cubismo. Fue eso lo que caracterizó a los maestros llamados «in-dependientes». Gente como Ricardo Grau, Sabino Springett, el mismo Ugarte Eléspuru o Carlos Quizpez Asín, por citar solo algunos. Corcuera fue distinguido alumno de este último y aprendió de él el aprecio por temas y modelos cubistas de herencia europea. Así mismo, cierto temple épico frente al planteamiento de una estética muralista. A Corcuera se le conocen cerca de veinte murales en diversos lugares de Lima y del Perú.
Mención aparte merecen sus acuarelas. Por testimonio sabemos que Corcuera aprendió de su padre esta técnica. La sostuvo desde niño como una práctica importante en la que mostraba, ya desde temprano, sus habilidades en su escuela o en reuniones familiares. A comienzos de la década de 1940, la Sociedad de Bellas Artes (1916-1964?) había inaugurado salones nacionales y concursos de acuarela impulsando la práctica de esta técnica. Resulta interesante enfatizar que dicha institución, con sede en Lima, agrupaba a artistas no limeños con extranjeros. Su orientación juntaba estéticas distintas, sin duda, en las que convivían imágenes de lo local con planteamientos más abiertos, pero eso sí, dentro de una concepción tradicional que separaba en géneros a la pintura, siendo el paisajismo uno de sus más celebrados. En la segunda mitad de la década de 1950, estos salones que ya llevaban más de quince años, marcan una época para la práctica de la acuarela en Lima.
La participación de Corcuera como finalista en más de un salón lo consagra como uno de los más reconocidos acuarelistas de paisaje en el medio local.
Estas prácticas muy pronto entraron en conflicto con las que aportaron los modernistas de una generación más joven que la de los maestros independientes. Las actividades del IAC, dejaron en el limbo, por ejemplo, un conjunto de actividades que si las vemos desde un presente comprometido con la importancia de dicha institución para la historia del arte peruano del siglo XX, pueden juzgarse como residuos de lo «tradicional». Preferimos llamarlas, simplemente, actividades a contracorriente como, por ejemplo, la preferencia por la acuarela de Springett o de Quizpez Asín, una preferencia que tenía que ver con privilegiar la utilidad del material plástico que resulta de la opción de «salir al campo» para dibujar o pintar del natural. Una opción que demanda una percepción atenta del entorno específico para así captar los rasgos que la luz imprime en la realidad. Acuarelas de Corcuera como Bajada a los baños, Barranco (1962) y Cerro San Cristóbal, desde la alameda (1976), Playa de Brasil (1969) y Punta Negra (2003), muestran la continuidad de esa estética. En Poéticas del paisaje, la presente exposición, se proponen dos conjuntos de acuarelas de paisaje que grafican diversos lugares de Lima y del Perú, pero también del extranjero. En 1982, Corcuera es invitado a Denver, Estados Unidos, para presentar sus interesantes acuarelas.
Para 1962, desde la plataforma institucional de la ANEA, nuestro artista convocó a Marciano Méndez, Julio Pantoja, Camino Sánchez, Oswaldo Oviedo, Alex Vera y Amílcar Salomón, para formar el Grupo 7, todos ellos egresados de la ENBA entre 1951 y 1959, además de paisajistas y pintores, que mostraban, indistintamente, óleos y acuarelas. La exposición que ellos realizaron en México, titulada Arte Peruano del siglo XX deja ver un importante intento de internacionalización de esta estética figurativa. Alejandro Romualdo (1926-2008), poeta y crítico influyente en la ANEA había popular-izado, desde mediados de la década de 1950 la expresión «¡Ay de los abstractos!» en contra de un tipo de pintura que creía vacía y decorativa, esto es, un síntoma europeo comprensible dentro de su contexto pero que la pintura mexicana o, en todo caso, aquella proveniente de América Latina, habría de renovar.
Sin embargo y al margen de estos importantes intentos de afirmación, a decir de Alfonso Castrillón, desde inicios de la década de 1960, la pintura abstracta ya había tomado la totalidad de la escena de la pintura peruana, incluido lo que nuestro historiador considera el ‘bastión’ de lo figurativo, esto es, la ENBA. Castrillón documenta esto con una pintura abstracta del propio Ugarte Eléspuru. En Anteojos del arco iris (1962) y Rondas en el cielo (s/f), ambos abstractos, Corcuera amplía su mirada del paisaje hacia una especulación del vínculo entre color y acontecimiento natural. En su exposición Retazos y acuarelas, de 1970, Corcuera experimenta con el collage, ampliando aún más sus posibilidades de expresión. El golpe militar de Juan Velasco Alvarado condujo al país a una dictadura de rasgos populistas, entre 1968 y 1975. Sin embargo, las reformas fueron aceptadas por la población pues asumían reivindicaciones largamente postergadas. A diferencia de otras dictaduras en América Latina, esta, al menos en su primera fase fue contraria a las políticas que desde Estados Unidos se dictaban para América Latina. Las acciones del Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS), desde 1972, muestran a Corcuera organizando y participando de exhibiciones colectivas de pintura al aire libre, esto es, en plazas públicas. ¿Cuánto de la política de entonces ‘exigía’ que las imágenes que circularan socialmente mostraran las «raíces nacionales»?
La pintura de «paisaje» en el Perú, en tanto tema de discusión, sigue siendo un espacio cultural por investigar. Algunos críticos importantes asumen que la pintura de paisaje ha sido un rasgo característico de nuestra plástica (Élida Román, Carlos Rodríguez Saavedra, Ugarte Eléspuru, entre otros), atribuyéndole al Indigenismo un protagonismo en esta materia. Otros, en cambio, discuten esta atribución argumentando que este estilizaba el paisaje, imaginando fondos esquemáticos que, propiamente eran composiciones que dejaban ver la poca importancia que para ellos tenía la actividad de «salir al campo» para pintar del natural. Es actual la discusión entre los expertos por vincular al llamado «horizonte indigenista» de clara tendencia expresiva, a un conjunto de propuestas heterogéneas de raigambre postimpresionista que eclosionaron en la década de 1950, en la cercanía de la polémica entre abstractos y figurativos, al menos si nos referimos a la escena peruana. La vigencia de este horizonte, dicen los expertos, ocurre para América Latina entre 1900 y 1950, aproximadamente. Algunos todavía quieren discutir el sentido de una propuesta que al polemizar con este horizonte asimile críticamente las representaciones de lo local y lo nacional para una historia regional que quiera presentarse como integradora y vinculante.
La pintura de Oscar Corcuera con posterioridad a la década de 1960, pasa por estilos diversos que van de un expresionismo que él mismo declara hacia un regreso progresivo a sus fuentes postimpresionistas, pasando por experimentos creativos con objetos e improvisaciones poéticas, aprovechando, incluso sus dotes de compositor. Hay, en esta opción existencial por la creatividad una intensa conexión con lo criollo, sobre todo si pensamos en su celebrada polka Arriba Alianza. Si me preguntaran por Corcuera y su manera de vincularse con las cosas y las personas diría, sin duda, que es un hombre feliz y realizado. Nunca ha dejado de intentar, a su manera, nuevos lenguajes y estilos. En medio de esa diversidad, Poética del paisaje: antológica de Oscar Corcuera (1950-1990), se propone como una reflexión visual acerca de una mirada en la que el contexto natural y cultural se convierten en material de una vida asumida desde el arte. Una discusión acerca del concepto de paisaje y de las prácticas existentes en las que dicha idea insinúa algún anclaje identitario y poético, todavía resulta vinculante y esclarecedora. Una que, eventualmente, pueda servirse de un multiculturalismo elaborado para constituirse todavía en una posibilidad de futuro.
Bajo dos polos imaginarios, manifestados a partir del universo de Óscar Corcuera, se conciben estas series entrelazadas por el juego y la razón del niño creador y del pintor profesional. Estos dos polos imaginarios, la paidia y ludus 1, son la resultante de aquellos espacios mentales, libres y espontáneos, dotados de imaginación organizada, visibles en el tiempo y acción como materia del arte, sentidos por un proceso de placer manifiesto de alegría, satisfacción o cosa reconvertida de su origen y función. Es en esta plenitud, en la que este conjunto de obra de Óscar se agrupa. Es allí donde su pensamiento alcanza un alto nivel de creatividad sin buscar una perfección técnica, sino la evidencia de su capacidad para inventar e improvisar. Este espacio incontaminado -en el que encontramos a Óscar inmerso en su universo- nos permite conocer la sublimidad de su proceso creativo, reconociendo una “actividad voluntaria, realizada en ciertos límites fijos de tiempo y lugar, según una regla libremente consentida pero absolutamente imperiosa, provista de un fin en sí, acompañada de una sensación de tensión y de júbilo, y de la conciencia de ser otro modo que en la vida real” 2. Soportes variados, objetos utilitarios, el uso de las herramientas y los materiales provenientes de muchas fuentes, son transformados en sus manos para ser otra cosa depositaria de alegorías que fundarán en el espectador un vínculo que lo hace único de carácter y comprensión.
La exposición se abre con cuatro piezas de pintura de caballete que muestran temas relacionados al juego y al niño como una manera de contextualizar la relación del artista con la experiencia lúdica durante toda su vida.
En el segundo conjunto, “Solo para fumadores” 3 -título que el artista acuñó en homenaje al escritor Julio Ramón Ribeyro- los efectos de artefactos que queman el soporte de cartón se conciben como marcas y huellas del trance del juego en una multiplicidad de imágenes. Como dice el escritor y crítico José Antonio Bravo, “Corcuera ha arremetido ahora contra el cartón y la cartulina, pero no como enemigo sino como cómplice… donde el juego libre de la imaginación y la casualidad se ponen de manifiesto con tonalidades ocres” 4.
“Retazos”, es una serie elaborada en la década de 1970, caracterizada por el reciclaje de géneros estampados procedentes de los restos de tela utilizados en el taller de corte y confección de su compañera de juegos eternos y consentidos, su esposa Olga. Encontramos ahora la mirada de Óscar sumergida en ese “stock surtido” de ritmos y colores, de gabardinas y lanas, de algodones y popelinas preparándose a conversar imaginariamente con objetos y personajes de su época. Quizás anide en esta representación la evocación del propio retrato de la vida de la pareja.
El ludus se manifiesta con sensible habilidad en el dominio técnico logrado en las pinturas de Residencia en la arena expuesta en 1988 5. Este conjunto brinda testimonio visual de la compleja estructura social del Perú generada entre los años 1940 y 1990, cuando la vivienda se convertía en un problema no resuelto para el Estado y que, al mismo tiempo, significó la reivindicación de la población indígena por alcanzar el bienestar y modernización, participación y ciudadanía de los pueblos olvidados, interpretación que Matos Mar denomina el desborde popular 6. En este contexto, las pinturas de la serie permiten extrapolar significados sobre la residencia – vivienda – morada frente a la precariedad – necesidad – propiedad, aspecto que juega un papel importante para la comprensión de ideales y necesidades básicas de la vida, la razón y el espíritu humano.
Por otro lado, el conjunto de “Animales sagrados”, es una serie caracterizada por personajes de trazo geométrico vinculados a la cosmovisiòn andina, que sirven de eslabón compositivo para la serie “Retablos”. Este antecedente concentra la atención en seres animados y evidencia un cambio experimental en la técnica y la forma para concebir de otro modo el espacio, pasando de una atmósfera sutil -lograda por la mancha de la pincelada proveniente del dominio previsto en los paisajes- a una pregnancia mayor de los elementos marcados por contornos más audaces, vislumbrando la interpretación lúdica de los próximos relieves.
Corcuera, con un vasto dominio formal y técnico en óleos y acuarelas, pone de manifiesto una pulsión urbana de carga informal y precaria en “Residencia en la Arena” y, en “Retablos”, revela la paidia, cuando alcanza sin perfección la construcción de artefactos logrados con materiales reciclados del proceso de la industrialización y la tecnología predominante en las grandes ciudades. En este conjunto se intensifica el juego de Óscar y podemos decir -como dijera Augusto del Valle en relación a otro grupo de sus obras- que se vuelve un gesto que evoca una mano infantil y espontánea 7. En las piezas de este conjunto (1960/2000-2010), encontramos la presencia de la dualidad y cierto fervor religioso en imágenes sostenidas en soportes cuyo relieve pasa a ser convertido en pequeños altares al encuentro de otras representaciones que narran sobre lo cotidiano y la fruición por el diseño y la forma ancestral del arte peruano prehispánico. La reutilización de materiales en la obra de Óscar, se convierte en este punto, en el detonante de creación de los relieves y el mobiliario.
Finalmente, El conjunto de mobiliario, representarán el dominio de la performance del juego como género, al intervenir sobre el volumen de las cosas. Ubicamos allí objetos hallados en algunas derivas por la ciudad, el campo y el mar, a los que Óscar da vida procurando no borrar el rastro de su naturaleza sino impregnando una metamorfosis, que implica tanto el cambio de forma más allá de todo determinismo y toda racionalidad, como la fuerza de un deseo que modifica al mundo mágicamente, a voluntad
8.
En suma, la obra de Óscar Corcuera nos acerca a la interrogante sobre el poder lúdico en su sentido más interventor y transformador de la realidad y, citando a, José Antonio Bravo, “el resultado arroja la presencia de un pintor que hace lo que quiere porque ha demostrado hacer todo lo exigible y, por eso mismo: un espíritu libre 9”.
Olga Flores Díaz- Curadora
Siempre tuve la impresión de que Oscar Corcuera era un personaje escapado de sus cuadros. Visten su semblante y sus pinturas el mismo aire familiar, la misma entraña; señal inequívoca de lo auténtico. Pocos artistas como él han logrado, en medio de la seducción, resistir a pie firme sobre su tierra, enraizarse cada vez más en él, no dejar que se la quiten.
Desde que lo conozco, y de esto hace mucho tiempo, nunca lo he visto cambiarse de alma. Hombre y artista de vigorosa personalidad, no obstante su frágil figura, su tranquila y humilde manera de caminar por la vida. Bien podría decirse, al contemplarlo, que es un viajero extraviado, un forastero de ojos humedecidos por el desconcierto buscando en silencio la vía perdida. Pero no. Oscar Corcuera sabe muy bien hacia dónde va y de dónde viene. Tiene brújula propia.
Trae desde muy lejos su vocación de creador, su responsabilidad de transfigurar el mundo, de embellecerlo. “He aquí un artista joven con una penetrante sensibilidad, que llega al paisaje lo devuelve con su esencialidad cromática sin alardes vanos. Maneja Corcuera la pintura con soltura fácilmente reproduce el objeto elegido con las características que lo hacen bello”, sentenciará, al apreciar sus trabajos iniciales, el escritor y exigente crítico Sebastián Salazar Bondy.
No obstante haber nacido y transcurrido su infancia en un pequeño pueblo de la sierra cajamarquina, Contumazá, asistió desde muy niño a los trajines indesmallables de don Oscar E. Corcuera, su padre, pintor y poeta, fundador de revistas como ”La Patria”, “La Golondrina”, que ya hubieran deseado contarlas como suyas las grandes ciudades. Ahí en el lugar Contumazá, aprendió las fatigas de la creación y de la lucha por los ideales, el valor de las ilusiones. Y ahí también, sin duda alguna, fue sembrando muy dentro de sí los trigales, los ríos, el azul incomparable de esos cielos, los altos eucaliptos, los sauces llorones, las retamas, las callecitas estrechas de casas con tejas coloradas, los amaneceres sonoros del campo, los melancólicos crepúsculos, y esos caminos de enredándose y enredándose sin fin entre los cerros, llevándose a trote lento a los campesinos y campesinas. Aquel paisaje accidentado y exuberante, fue el abecedario de la pintura. Escrutar hasta el color del aire, del silencio. No se le escapó nada.
Buen discípulo de la naturaleza, como lo sería también posteriormente de sus maestros de la Escuela Nacional de Bellas Artes: Sabino Springett, Ugarte Eléspuru, Quispez Asín. Aún recuerda sus condiscípulos el modo como este último solía expresar su admiración por el alumno: cuando en los talleres de la Escuela, Quispez Asín se acercaba a observar los trazos y colores de Oscar y éste le inquirió por alguna sugerencia, el maestro solía responderle:
“A usted en cuanto al color no tengo nada que enseñarle”. Fue Quispez Asín quien robusteció la confianza de Oscar en el manejo del color, y fue de él de quien aprendió la técnica en fresco del mural.
Pintor de telas y de grandes espacios. Allí están sus celebrados murales en la Escuela de Teatro de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, uno de los últimos; en la casa de su hermano Arturo, un homenaje a la pintora Tilsa Tsuchiya, en la gran Unidad Escolar Hipólito Unanue, colegio donde su generosa y ejemplar docencia se prodigó a raudales. “Nos alegró la vida”, me confesó cierta vez uno de sus alumnos, señalando un mural de Oscar y luego agregó: “Pintor sin aspavientos ni vanidades”.
“En Corcuera” vive el hombre y el pintor al unísono con el sentimiento autóctono. Tiene este joven artista los pies pegados al terruño y su emoción se hunde en éste, como las raíces de un árbol se nutre de la sabia subterránea”, ha escrito sobre él Ugarte Eléspuru. Y es que, en verdad, Oscar Corcuera resume en su obra pictórica la indescriptible y contrastante geografía peruana, mejor dicho: la hace suya y la universaliza.
Hombre de dos vertientes: la costa y la sierra. Los tiempos de su infancia y juventud, transcurridos en la bucólicas y apacible campiña cajamarquina y bajo los imponentes nevados del Callejón de Huaylas, se abrieron también al mar, pues parte de su familia materna fue a residir a Salaverry, viejo puerto trujillano de pérgola en la plaza, de multicolores casas de madera, de gaviotas y pelícanos, y Oscar se acostumbró a frecuentarlos.
Atestiguan su visión plural de la geografía peruana las varias etapas de su carrera artística. Son notables sus series: “retazos”: etapa de pintura abstracta, cuyos cuadros elaborados en trozos de telas peruanas pusieron al descubierto su personalísima manera de tratar al color. “Caballos”: en cuyos ojos desaforados se reflejan el desgarramiento del Perú, sus laceraciones, sus iras, sus gritos, pero asimismo sus gestos más altos de ternura. La ternura, la leve huella de la bondad, nunca está ausente en las formas y en los colores del universo pictórico de Oscar Corcuera.
“Su materia es rica y su color muy bien equilibrado en gamas tranquilas. Consigue atmósferas en colores bien meditados y logra trasladar a la tela ese ambiente candoroso y poético que tiene los rincones que con tanta delicada sensibilidad escoge para descubrir valores plásticos y líricos”, afirma, refiriéndose a la obra de Oscar, el poeta Alejandro Romualdo en una de sus reconocidas y versadas crónicas sobre arte.
Resultan importantes también las anotaciones del crítico de arte Jorge Bernuy: “En realidad, el color no es para Oscar un elemento pintoresco sin valor expresivo propio del cual puede usarse sin tasa y sin control para conseguir efectismo visual sensualmente halagadores. El color es para él, por el contrario, motivo de una inteligente especulación; medido, ponderado en el valor expresivo y plástico, concreto y determinante, adquiere con ello, en sus telas, una vigorosa y clara elocuencia.
Innumerables son los reconocimientos que Oscar Corcuera ha recibido a lo largo de su carrera artística, desde que egresó de la Escuela Nacional de Bellas Artes con el Primer Premio de Pintura, al que incluso antes de concluir sus estudios le antecedió el Primer Premio en Paisaje “Salón Nacional de Pintura”, otorgado por el Rotary Club.
Es también largo el camino que han recorrido sus cuadros al ser expuestos en múltiples galerías de su país, así como de Chile, Uruguay, México, España, Estados Unidos de América, Japón, Hungría, Argentina, Puerto Rico, Colombia, etc.
Oscar es uno de los pintores peruanos más fecundos, más llenos de poesía. Toda su creación transparenta la nobleza de su personalidad. No hay en su trazo ni en su color, el más leve asomo de artificio, ni menos aún de falsedad. Es un pintor auténtico, por el lado que se mire su obra. Él es uno de los pintores que más nos ha abierto los ojos para mirar con mayor humanidad, a la naturaleza que nos rodea y a todo lo que puebla.
La pintura de Oscar Corcuera es ya parte del paisaje del Perú, José Sabogal, Camilo Blas, Andrés Zevallos, pintores brotados de la misma tierra cajamarquina, para hacer, conjuntamente con Oscar, más grande y más nuestro el cielo, el aire, la tierra, el mar.
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